Un Dios de vivos

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Virgen de Atocha, Madrid
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XXXII Domingo del TO, ciclo C

Una de mis películas favoritas es Tierras de penumbra. En ella Anthony Hopkins interpreta magistralmente al famoso escritor C.S. Lewis. En un determinado momento de la película, hacia el final, Lewis está hablando en un desván con el hijo de su esposa recién fallecida. La escena está llena de dolor. Ambos están destrozados e intercambian unas palabras: no entienden el sentido de todo aquello, les parece injusto. Entonces, el niño pregunta a su padrastro: “¿crees que existe el cielo?”. A lo que él responde que sí. El niño añade: “Yo no creo en el cielo… pero me gustaría volver a verla” Ambos, incapaces de contener ya más las lágrimas, comienzan a llorar. “A mí también”, añade Lewis entre sollozos. Y se abrazan para seguir llorando juntos su dolor en el desván.

 


La expresión de esas personas sufrientes –“me gustaría volver a verla”– es lo más elocuente que se me ocurre hoy decir sobre la resurrección y la vida eterna. El ser humano tiene la capacidad de sentir que no está hecho para la desaparición: los placeres de la vida, las relaciones con aquellos a los que amamos, los asuntos que quedan pendientes y por resolver, las cosas que aún nos quedan por conocer, las vidas que podríamos haber vivido y que sin embargo no han sido… ¿es posible que toda esa riqueza quede en nada, desaparezca, por la muerte? No lo creo.

Creo que una de las más importantes consecuencias de la experiencia de la resurrección en el creyente es la esperanza. La esperanza no es una mera proyección, ni lo esperado es el mero fruto para un más allá que dibuja nuestro deseo insatisfecho en un más acá. La vida eterna no es un más allá, ni un lugar supra terrenal o fuera del mundo, sino la vida nueva, la existencia nueva, la transformación de todo lo que existe por el amor, por Dios.


La resurrección no es la canalización de un deseo frustrado, porque es la reacción que en nosotros produce el amor. No esperamos porque aquí no hayamos conseguido lo que buscábamos. Esperamos porque hemos sido amados y porque hemos amado, como les ocurre a los personajes de la película. Por eso dice Pablo que Dios “nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza”. Esperamos en una vida nueva, eterna, porque en nuestra realidad cotidiana sentimos que el amor, Dios, es más grande que la muerte. A gritos lo dice la Escritura, a gritos lo reveló la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Y a gritos se revela en nuestro deseo insatisfecho de siempre más buscar lo bueno, lo mejor.


Nuestro deseo de “quiero volver a verla” tiene, además del poder del amor otro argumento a su favor. Es del que habla el salmo: las súplicas del humano no quedan sin respuesta. Pero esa súplica debe ser auténtica, debe pedir “lo correcto”. Dios escucha cuando, como dice el salmo, “en mis labios no hay engaño”. Engaño en lo que pedimos, porque lo único que podemos pedir realmente es lo bueno: amor, siempre más amor. Lo único que podemos pedir es a Dios mismo. Como escribió Tomás de Aquino, “de Dios no se puede esperar un bien mejor que Él”. Cuando pedimos a Dios, cuando deseamos amar más, ocurre como dice el salmo: “con mi apelación vengo a tu presencia y al despertar me saciaré de tu semblante”. Y es que eso es, en el fondo, la vida eterna: la presencia nueva de Dios que será todo en todo.


Como dice Jesús en el Evangelio: nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Esa vida nueva y gloriosa es la que disfrutan ya los santos miembros de la familia dominicana, cuya fiesta celebramos hoy. Ellos son para nosotros un ejemplo y un estímulo. E interceden continuamente por nosotros, pues seguro que en un modo que aún nos es desconocido, están también deseando volver a vernos.