Ante la muerte, reír

Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Convento Virgen de Atocha, Madrid
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En nuestra Orden, hay una larga tradición de orar por los difuntos a diario, además de los días específicos durante el año en que lo hacemos de forma especial, como es el caso de hoy. No recordamos a nuestros difuntos porque los hayamos perdido, sino porque han sido enviados delante de nosotros a la alegría y gozo inenarrables, que algún día alcanzaremos todos. Mientras tanto, seguimos luchando por, para y en la verdad, afianzados en los testimonios que nos dejaron, como ejemplos a seguir, de vidas plenas como dominicos.

Tengo que reconocer, en honor a la verdad, que se me hacía bastante cuesta arriba el tener que escribir sobre la conmemoración de los difuntos. Sobre mi mesa, varios manuales de escatología y no sé cuántos comentarios al libro del Apocalipsis, sin contar los textos que los grandes de nuestra Orden escribieron acerca de este tema; no encontraba la forma y la manera de escribir una palabra de esperanza sobre los que se han ido delante de nosotros. Me llegó algo de luz, mediante una comunicación a través del Facebook, con alguien allegado a mí. Un miembro de su familia está convaleciente, y la enfermedad está bastante avanzada, de lo cual podemos deducir cómo será el desenlace.

Entre muchas cosas, me contaba que su familiar había pedido el Sacramento de la Unción de Enfermos. Quería recibir ese Sacramento y quiso que estuvieran presentes todos los miembros de su familia. Quería hacerlos partícipes, por su confianza y fe en Dios, de este Sacramento de vida el cual le transmitió la gracia del consuelo, de paz y de ánimo. Terminada la celebración, hubo merienda en un ambiente de fiesta lleno de alegría; alegría que fluía desde la cara de plena felicidad de quien acababa de recibir el Sacramento. Antes de despedirnos me dijo: “Fray, esta tarde no sabía si llorar o reír”. Y fue aquí donde me vino la palabra de esperanza: ante la experiencia de la muerte, reír.

Después de leer, estudiar y meditar esta idea no concibo el hecho de la muerte sin reír. Se muere para resucitar; se muere para ser criaturas nuevas. A partir de ese momento, de la muerte, todo será nuevo; el mundo, la vida, el arte, la música, el cielo, la tierra, el sol…todo logrará sentido para vivir en una armonía que está verdaderamente en las manos de Dios. La muerte es más humana de lo que pensamos y vivimos; la muerte es un parto que nos libera del tiempo. Ya no se llorará, no se vestirá luto; habrá “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1). Participaremos plenamente de la libertad de los hijos de Dios, porque habrá una presencia nueva de Dios con la humanidad. Pero de esta bienaventuranza podemos tener un esbozo ya, aquí, aunque todavía no sea en plenitud. ¿Cómo?, amando. Toda nuestra existencia debe girar en torno al amor; un amor incondicional, transparente; ése que nos ha sido regalado en la persona de Jesús de Nazaret y que nos caracteriza como cristianos. Cuando llegue el momento del atardecer de nuestra vida, repleta toda ella de amor, sólo podremos reír porque termina bien, tiene final feliz.

Conmemorar a los difuntos de la Orden es orar por los que la hacen posible en la vida de los bienaventurados. Nuestra memoria de los muertos actúa en nosotros como lo vivo, porque, aunque nos parece que están muertos, ellos viven con una vida que no somos capaces ni de soñar, pero que intuimos vagamente. Por eso ante la experiencia de la hermana muerte: reír.