"Amor y temor"

“Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras”. (Jn 18,21)    

  “Si te decides servir al Señor, prepara tu alma para la prueba” (Eclo 2)


   Estas citas de la biblia recién golpean mi memoria meditando sobre la vocación. No son las únicas, pero son invitadas de excepción. Dios no juega a los dados con el universo. Añado a lo dicho por Einstein que mucho menos va a recrearse en el azar con aquella casa en la que quiere(n) inhabitarse o morar las tres Personas Divinas. Dios, para con nosotros, quiere hacerse un hogar en nuestro corazón, un tabernáculo, una bodega, un sitio en cual no solo visitar cual peregrino, sino permanecer.


   Me asaltan igualmente a la memoria muchas vocaciones de santos, testimonios de personas que conozco, con nombres y apellidos. Historias confesadas, otras calladas, de vida activa o contemplativa, unos en la cima de la montaña o en la luz del candil iluminando en derredor, otros, más ocultos, no sin menos luz y paz interior, esa que supera todo entendimiento humano. Cuánto San Rafael Arnáiz -patrón de los jóvenes- habrá ocultos al mundo pero presentes a la ciudadanía del Cielo donde queremos morar. Él, como muchos otros, me enseñó en mi camino vocacional, no tanto a decirle no al mundo sino darle un sí perpetuo y renovado a su seguimiento. Lo traigo a colación en especial por este texto, paradigmático del seguimiento a Cristo: “Si vieras que Jesús te llamaba, y te daba un puesto en su séquito, y te mirase con esos ojos divinos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: ¿Por qué no me sigues? ¿Tú, qué harías? ¿Acaso le ibas a responder… Señor, Te seguiría si me dieras medios para seguirte con comodidad y sin peligro de mi salud…, te seguiría si estuviera sano y fuerte para poderme valer? (…) No me importa que el camino por donde me lleves sea difícil, sea abrupto y esté lleno de espinas. No me importa si quieres que muera contigo en una Cruz…Voy, Señor, porque eres Tú el que me guía. Eres Tú el que me promete una recompensa eterna. Eres Tú el que perdona, el que salva. Eres Tú el único que llena mi alma.”


   Nuestra particular anunciación vocacional, como el “sí” de María, a su vez, no nos llega por ensalmo privilegiado, ni por celestes mensajeros, como tuvo nuestro Madre del Cielo. El sí de tantos cristianos al seguimiento de Jesús está orillado de inclemencias, tribulaciones y confusiones. La historia es maestra primorosa en síes malogrados y noes emperrados contra Dios. San Pedro negando a Cristo, San Pablo persiguiéndolo, David en su infidelidad, Saúl cayendo en idolatría y tantos y sumarios ejemplos nos vienen a universalizar una enseñanza central del Evangelio: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10,38). Dios -en las Escrituras- nos plantea una eterna contradicción: recoges conmigo o desparramas; estás conmigo o con el mundo; cargas tu cruz o cargas el peso de tus culpas; sigues mi camino, verdad y vida o prosigues el tuyo, en sombra y destierro; Me sigues a mí, al rostro del Padre, o sigues al padre de la mentira, el Hijo de la perdición; Pongo ante ti vida o muerte; bendición o maldición.

  El verbo plantear se usa en este caso de forma literaria para expresar una pedagogía. Dios no emplea categorías desiderativas hacia nosotros. No nos suplica, ni nos ruega que dejemos todos nuestros bienes, los vendamos y le sigamos, no; Lo exige, lo manda, nos insta, y en cierta manera nos impulsa por amor de su gracia. Un buen padre no plantea dudas a sus hijos, les enseña el recto camino sin aspavientos ni dobleces. La gracia, por nuestra parte, nunca nos va a faltar si la pedimos con humildad. Ésta nos aclara, nos mueve, nos fortifica, nos conforta, y en primer y último término, nos arroja al insondable océano infinito del Amor de amores. ¿Llamaremos violencia de su parte a ese empujón que nos arrostra hacia Él? ¿No será, más bien, infinita misericordia? Más admirable es que detrás de ese mandato y esa exigencia hay un respeto sacrosanto de nuestra propia libertad y correspondencia. Pero ay de nosotros si no hacemos buen uso de ella. Si Dios se ha encarnado en Camino para nosotros no podemos tantear otras vías o salvoconductos. No. Nos ha dejado -para más admirable, amoroso y desbordante signo- su mayor conquista: la Cruz enhiesta, uniendo el Cielo y la tierra.


   Hay un dato muy curioso en la biblia, anecdótico amén de numérico. En ella se registra 365 veces -una por cada día del año- la expresión: “no temas” o “no temáis”. El ser humano, se podría decir que es ‘cabezón’ por naturaleza. Interpone un muro de temor ante lo desconocido. Hela aquí, la respuesta más contundente que nos ofrece el Señor. No hay que temer. El amor vence. La ‘charitas’ vence. Nuestro sí al Señor nos invita a renovarlo de continuo, si recordamos que hasta el justo peca siete veces al día, ¿Qué no pecaremos los demás? Vete y no peques más.
Vuelvo a recalcar, no podemos olvidar en ningún momento ese mandato de Dios, ora en un camino -el consagrado- ora en otro -el matrimonial-, la santidad es obra y ¡deber! de todos “sed perfectos como vuestro Padre Celestial”. ¡No temas!, detrás de esa exigencia siempre hay un…”no temas”, siempre, setenta y siete veces siete. Dios es fiel a sus promesas. Cristo-Dios ha derramado hasta la última gota de su sangre. ¿Qué temer? Christus vincit.


   Por mi parte, el camino -no exento de misterio en su designio- no hace más que comenzar. Hubo un antes, un proceso, un discernimiento, y sobre todo, una providencia que mueve a su querer para nuestro bien. Sin otear el horizonte – éste nubla la vista- piso con fuerza el suelo sobre mis pies y pregunto a Dios qué puedo ofrecer a Dios en cada momento para no dejar de serle grato jamás. Así puedo sentir y vivir el momento, como un regalo de la providencia, en el pre-noviciado de la orden de Predicadores. Un don que me llega por manos de la Virgen María. Que ella me sostenga en ésta singladura. Todo suyo, todo vuestro, todo de Dios.