Cuando uno se encuentra con un apellido igual al suyo, lo primero que haría es ponerse en contacto con esa persona con el fin de unir los lazos para formar una familia, si es que lo son.
Las librerías llenan sus estanterías con libros que nos prometen encontrar la clave de la felicidad y del éxito. Pentecostés desecha esas opciones y nos propone un nuevo camino. Nada de salidas fáciles o espiritualidades vividas con la puerta cerrada.
«Dedíquense a la oración: perseveren en ella con agradecimiento» (Col 4,2). Como ves, la cercanía a Dios está en tus manos. Y, bueno, aprovechando la ocasión, gracias de nuevo a ti, por tenernos a los demás en tus oraciones.
Jesús en este tiempo, pedagógicamente les exhorta a aguardar a que se cumpla la promesa del Padre: en dicha promesa, los discípulos recibirán el Espíritu Santo y se convertirán en testigos de la resurrección.
Esta convivencia me anima a seguir dando pasos más firmes por este camino, con la compañía de aquel que me llamó —lo sigue haciendo— y al cual respondo libremente. Espero de esta manera afianzar mi opción por la vida consagrada.
Al amar a Jesús, integramos su palabra y cumplimos su voluntad. Esta proposición supera los límites de las instituciones eclesiales o de las teologías de cualquier índole.
"La contemplación es para la familia de santo Domingo ver la realidad desde la experiencia de Dios, enriquecida por el estudio: el corazón de toda su actividad apostólica, la fuente de la predicación".
"Al reconocernos hijos de un mismo Padre, se posibilita ver a los demás como hermanos, yendo por encima de relaciones de indiferencia o utilitarismo, y por encima de las dinámicas de venganza y odio".
Ante cualquier situación de vida, Jesús nos enseña a mirar con ojos de amor. Pero no cualquier amor, sino el amor del Evangelio, aquel que es capaz de morir crucificado y sobreponerse a la derrota del sepulcro.
Jesús no hablaba de sí mismo, no hacía discursos de autodefensa. El centro de su vida y su misión eran su especial relación con el Padre y el anuncio del Reino de Dios. Jesús conoce nuestras vidas incluso mejor que nosotros mismos, y nos acepta y ama.