La oración del Via Crucis

Fr. Vicente Niño Orti
Fr. Vicente Niño Orti
Convento de Santo Tomás de Aquino (El Olivar), Madrid

Que el Via Crucis, oración muy propia de este tiempo de cuaresma, tiene como origen en su nacimiento a los dominicos, y que ese origen está vinculado a Andalucía, poca gente lo sabe. Esta oración en que recordamos en catorce momentos -estaciones- la Pasión de Jesucristo, el camino desde su prendimiento en el Monte de los Olivos, hasta su entierro en el Sepulcro, tiene su origen en las peregrinaciones a Jerusalén de la Edad Media, siendo popularizadas en la Cristiandad europea por los muchos peregrinos que regresaban de Palestina, contando que habían recorrido la Vía Crucis, el Camino de la Cruz, las mismas calles que Jesús recorrió con la cruz a cuestas, y que aún hoy se recorren en la llamada Vía Dolorosa. 

Pues bien, la llegada a España de esta forma de oración, viene de la mano de un dominico, San Álvaro de Córdoba, quien en el siglo XIV, a su regreso de Tierra Santa se asentó en la sierra de Córdoba, fundando el convento de Santo Domingo de Scala Coeli, -germen de la reforma de la orden en España-, en una zona que le recordaba los santos lugares de Jerusalén por su orografía, y estableciendo allí un primer modelo de Via Crucis que aun no tenía las catorce estaciones, un Via Crucis “embrionario” que después se fue desarrollando por toda nuestra geografía.

Junto a ese origen dominicano, creo que una de las dimensiones que más hondamente dominicanas tiene el via crucis es que se convierte en una especial manera de reflexión sobre la Pasión, una forma de contemplación, que nos permite asomarnos a los últimos momentos de la vida terrena de Jesús de Nazaret con los ojos de un espectador privilegiado. Vivido con hondura y naturalidad, contemplar toda la pasión, mueve internamente en algo tan dominicano como es la compasión.

Mueve interiormente porque nos “conmueve” el sufrimiento que vemos. Nos toca interiormente el padecimiento tan terrible de Jesús, justo e inocente entre los inocentes. La compasión que destila la contemplación de la Pasión de Nuestro Señor a través del Via Crucis, tiene la habilidad de abrir nuestros ojos y vernos a nosotros mismos de otra manera... "¿qué tengo yo que mi amistad procuras?". Pero de la misma manera que ha de provocar ese cambio en la manera de entender nuestra propia vida, ha de suponer un movimiento por el que la compasión que se despierta de la contemplación del dolor de Jesús, nos recuerde que cada día hay muchos “cristos” que sufren dolor, rechazo, tortura, soledad, angustia...

Jesús se hace, por propia voluntad uno de los que siempre en el mundo sufren y penan, es uno con los torturados, los oprimidos, los condenados, al ver a Jesús arrastrando la cruz bajo los latigazos, cayendo bajo el peso de un madero, necesitado de ayuda de extraños que como el Cireneo le ayuden a llevar la cruz, veo a los millones de seres humanos que sufren hambrientos y oprimidos, veo a los hombres y mujeres de este mundo que sufren la explotación y la injusticia, la miseria, el dolor, el abandono, veo en Jesús a todos los que hoy en día viven angustiados, doloridos, sufriendo bajo el peso de las muchas cruces que existen en el mundo: el hambre, la violencia, la discriminación sin sentido, la tortura, el abuso, la injusticia, la angustia, la enfermedad...

Y del mismo modo que la compasión nos ha de mover a intentar cambiar en nosotros mismos, el dolor del mundo que nos despierta la compasión de ver a Jesús sufriendo como sufren cada día los pobres y los oprimidos del mundo, ha de suponer un intento de cambio de todo eso, un movimiento hacia fuera que nos haga intentar trabajar por combatir todo ese dolor.

La cuaresma, como todas las cosas en la vida, sólo sirve si realmente nos mueve a que las cosas de nuestra vida y de nuestro mundo sean distintas.