El Evangelio de estos domingos nos puede ayudar a comprender este título que acompaña a santo Domingo: predicador de la gracia. Se trata de la continuación del bello capítulo sexto de Juan: el discurso del pan de vida.
Santo Domingo fue un hombre de la escucha. De una escucha atenta en medio de un contexto de confrontación y de guerra.
Por inspiración divina, Juan comienza a leer la Suma teológica, y ve que su problema está ya descrito y diagnosticado siglos antes de forma profética.
Nuestro joven se justificaría diciendo que consumir ese material está a la misma altura que un capricho en McDonald’s. Sin embargo, el Aquinate le acompañaría a la cena para desmontarle su sofisma.
Santo Domingo fue un visionario, que supo adaptarse a su tiempo: su nueva manera de llevar el Evangelio y dar a conocer el Reino de Dios lo convierten en un gran innovador.
Cuando el Papa Benedicto XVI se refirió a santo Domingo de Guzmán lo hizo con una admiración singular. Por un lado, tenemos que resaltar la novedad de Domingo. Por otro lado, cabe mencionar su singularidad, única e irrepetible. Hoy es Domingo; mañana también.
Domingo quiso morir enterrado bajo los pies de sus frailes. No quiso un gran sepulcro o un culto a su personalidad. Al contrario, lo importante para él fue la misión común de predicar el Evangelio, como hermanos y con alegría.
Perder nuestra capacidad de diálogo es dar un paso hacia atrás, hacia la deshumanización.
Creo que una de las cosas que podemos aprender de santo Tomás es que la verdad importa. El santo dominico tuvo durante toda su vida esta pasión: buscar la verdad.
